José Alcides Garozzo Lezcano, un joven que alguna vez fue símbolo de excelencia académica y servicio religioso, falleció el pasado 19 de mayo tras recibir un disparo en el abdomen en una residencia del centro de la capital. El propietario del inmueble alega defensa propia ante un supuesto intento de robo, mientras que la familia de José ofrece una versión muy distinta, marcada por años de lucha contra las adicciones y el abandono institucional.
Garozzo, conocido en la calle como «José Cementerio», por dormir en el Cementerio del Sur para proteger sus escasas pertenencias, era mucho más que un joven en situación de calle. Fue abanderado en su colegio, monaguillo en la parroquia Virgen de Fátima de San Lorenzo y padre de dos hijos. Su madre, Nuri Lezcano, y su hermana Arami, afirman que su caída fue gradual, pero irreversible, en un contexto donde el sistema nunca le brindó una respuesta adecuada.
Infancia prometedora, adolescencia complicada
José fue el mayor de cinco hermanos en una familia trabajadora y unida. Desde pequeño demostró ser aplicado y responsable. Sin embargo, la adolescencia trajo consigo un entorno menos controlado. Según relata su madre, el cambio de colegio lo expuso al consumo de drogas, y aunque intentaron intervenir desde un inicio, el acceso a tratamiento fue casi imposible.
Su familia recurrió al Centro Nacional de Control de Adicciones, a grupos religiosos y hasta a profesionales privados, pero las listas de espera y los costos impidieron un abordaje efectivo. José alternó periodos de recuperación con recaídas, trabajos esporádicos con estadías en la calle, y relaciones sentimentales que se vieron afectadas por la adicción.
Entre intentos de rehabilitación y reveses judiciales
A lo largo de los años, José intentó volver al camino. Terminó sus estudios, trabajó en un shopping y hasta soñó con estudiar diseño gráfico. Pero cada paso hacia la recuperación era frenado por la proximidad del consumo. En 2019 desapareció durante varios días, siendo encontrado en un sector marginal de Concepción donde jóvenes adictos conviven en condiciones infrahumanas. La falta de recursos y respuestas rápidas frustró múltiples intentos de internación.
En años recientes fue detenido por causas menores y enviado a prisión, donde solicitó ser ubicado en un pabellón religioso para evitar el consumo de estupefacientes. En 2023, tras cumplir condena por tentativa de hurto, salió con la esperanza de recomenzar. Pasó el Día de la Madre junto a su familia, trabajó por su cuenta y, durante un tiempo, parecía haber retomado el rumbo.
A mediados de 2024, una nueva recaída lo llevó a vivir en la calle. A pesar de los ruegos de su familia, José se alejaba para no ser visto en su deterioro. “No quería que lo viéramos así”, contó su hermana. Solía dormir en el cementerio para proteger sus pertenencias, rodeado de otros en su misma situación. En marzo, envió un último mensaje a su madre agradeciéndole por todo y despidiéndose.
Una muerte bajo sospecha
El 19 de mayo, José fue abatido en una vivienda ubicada en Caballero casi Blas Garay. Según la declaración del empresario Karim Abou Saleh, dueño de la propiedad, se trató de un acto de defensa al encontrar a un intruso armado. No obstante, la familia desconfía de esta versión: el disparo ingresó por la cadera, José estaba descalzo y junto a él estaban su mochila y sus zapatos. Sospechan que solo había entrado a dormir.
Exigen a la Fiscalía una investigación imparcial y la verificación de huellas en una pistola de juguete encontrada en la escena.
La historia de José Garozzo pone en evidencia las fallas de un sistema incapaz de ofrecer atención oportuna a quienes enfrentan adicciones.
“No es solo mi hijo. Hay cientos de chicos esperando ayuda que nunca llega”
Lamenta su madre, quien hoy debe realizar ventas de hamburguesas para costear el sepelio.
José ya no forma parte de la lista de espera para rehabilitación. Pero otros aún aguardan una oportunidad antes de que su historia termine igual.